Si bien es poco o nada lo que sabemos acerca del testimonio final de Ignacio, sí tenemos amplios detalles acerca del de su amigo Policarpo, cuando le llegó su hora casi medio siglo más tarde. Corría el año 155, y todavía estaba vigente la misma política que Trajano le había señalado a su gobernador Plinio. A los cristianos no se les buscaba; pero si alguien les delataba y se negaban entonces a servir a los dioses, era necesario castigarles. Policarpo era todavía obispo de Esmirna cuando un grupo de cristianos fue acusado y condenado por los tribunales. Según nos cuenta quien dice haber sido testigo de los hechos, se les aplicaron los más dolorosos castigos, y ninguno de ellos se quejó de su suerte, pues “descansando en la gracia de Cristo tenían en menos los dolores del mundo”. Por fin le tocó al anciano Germánico presentarse ante el tribunal, y cuando se le dijo que tuviera misericordia de su edad y abandonara la fe cristiana, Germánico respondió diciendo que no quería seguir viviendo en un mundo en el que se cometían las injusticias que se estaban cometiendo ante sus ojos, y uniendo la palabra al hecho incitó a las fieras para que le devorasen más rápidamente.
El valor y el desprecio de Germánico enardecieron a la multitud, que empezó a gritar: “¡Que mueran los ateos!” —es decir, los que se niegan a creer en nuestros dioses— y “¡Que traigan a Policarpo!” Cuando Policarpo supo que se le buscaba, y ante la insistencia de los miembros de su iglesia, salió de la ciudad y se refugió en una finca en las cercanías. A los pocos días, cuando los que le buscaban estaban a punto de dar con él, huyó a otra finca. Pero cuando supo que uno de los que habían quedado detrás, al ser torturado, había dicho dónde Policarpo se había escondido, el anciano obispo decidió dejar de huir y aguardar a los que le perseguían.
Cuando le llevaron ante el procónsul, éste trató de persuadirle, diciéndole que pensara en su avanzada edad y que adorara al emperador. Cuando Policarpo se negó a hacerlo, el juez le pidió que gritara: “¡Abajo los ateos!” Al sugerirle esto, el juez se refería naturalmente a los cristianos, que eran tenidos por ateos. Pero Policarpo, señalando hacia la muchedumbre de paganos, dijo: “Sí. ¡Abajo los ateos!”
De nuevo el juez insistió, diciéndole que si juraba por el emperador y maldecía a Cristo quedaría libre. Empero Policarpo respondió: —Llevo ochenta y seis años sirviéndole, y ningún mal me ha hecho. ¿Cómo he de maldecir a mi rey, que me salvó? Así siguió el diálogo. Cuando el juez le pidió que convenciera a la multitud, Policarpo le respondió que si él quería trataría de persuadirle a él, pero que no consideraba a esa turba apasionada digna de escuchar su defensa. Cuando por fin el juez le amenazó, primero con las fieras, y después con ser quemado vivo, Policarpo le contestó que el fuego que el juez podía encender sólo duraría un momento, y luego se apagaría, mientras que el castigo eterno nunca se apagaría.
Ante la firmeza del anciano, el juez ordenó que Policarpo fuera quemado vivo, y todo el populacho salió a buscar ramas para preparar la hoguera. Atado ya en medio de la hoguera, y cuando estaban a punto de encender el fuego, Policarpo elevó la mirada al cielo y oró en voz alta: Señor Dios soberano [...] te doy gracias, porque me has tenido por digno de este momento, para que, junto a tus mártires, yo pueda tener parte en el cáliz de Cristo. [...] Por ello [...] te bendigo y te glorifico. [...] Amén.
Así entregó la vida aquel anciano obispo a quien años antes, cuando todavía era joven, el anciano Ignacio había dado consejos acerca de su labor pastoral y ejemplo de firmeza en medio de la persecución.
Por otra parte, las actas del martirio de Policarpo son interesantes porque en ellas podemos ver una de las cuestiones que más turbaban a los cristianos en esa época: la de si era lícito o no entregarse espontáneamente para sufrir el martirio. Al principio de esas actas se habla de un tal Quinto, que se entregó a sí mismo, y que al ver las fieras se acobardó. Y el autor de las actas nos dice que sólo son válidos los martirios que han tenido lugar por voluntad de Dios, y no de los mártires mismos. En la historia del propio Policarpo, vemos que se escondió dos veces antes de ser arrestado, y que sólo se dejó prender cuando llegó al convencimiento de que tal era la voluntad de Dios.
La razón por la que este documento insiste tanto en la necesidad de que sea Dios quien escoja a los mártires era que había quienes se acusaban a sí mismos a fin de sufrir el martirio. Tales personas, a quienes se llamaba “espontáneos”, eran a veces gentes de mente desequilibrada que no tenían la firmeza necesaria para resistir las pruebas que venían sobre ellos, y que por lo tanto acababan por acobardarse y renunciar de su fe en el momento supremo.
Pero no todos concordaban con el autor de las actas del martirio de Policarpo. A través de todo el período de las persecuciones, siempre hubo mártires espontáneos y—cuando sus martirios fueron consumados— siempre hubo también quien les venerara. Esto puede verse en otro documento de la misma época, la Apología de Justino Mártir, donde se nos cuenta que en el juicio de un cristiano se presentaron otros dos a defenderle, y la consecuencia fue que los tres murieron como mártires.
Al narrar esta historia, Justino no ofrece la menor indicación de que el martirio de los dos “espontáneos” no sea tan válido como el del cristiano que fue acusado ante los tribunales.
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