por Dr. James Allan Francis |
He aquí un hombre que nació en una obscura aldea, hijo de una mujer del campo. Creció en otro pueblo pequeño. Trabajó en un taller de carpintería hasta que tenía treinta años, y entonces durante tres años fue un predicador viajero. Nunca poseyó un hogar. Nunca escribió un libro. Nunca tuvo una oficina. Nunca tuvo una familia. Nunca fue al colegio. Nunca puso sus pies dentro de una gran ciudad. Nunca viajó más de tres mil kilómetros desde el lugar en donde nació. Nunca hizo alguna de las cosas que por lo general acompañan a la grandeza. No tenía otras credenciales que su propia persona… Mientras era joven todavía, la marea de la opinión popular se volvió en contra de él. Sus amigos huyeron. Uno de ellos le negó. Fue entregado a sus enemigos. Pasó ante la farsa de un juicio. Fue clavado en una cruz entre dos ladrones. Mientras moría sus verdugos echaban suertes sobre la única pieza de su propiedad que tenía sobre esta tierra -su abrigo. Cuando estuvo muerto fue descolgado y puesto en una tumba prestada gracias a la caridad de un amigo.
Diecinueve largos siglos han venido y se han ido, y hoy él es la pieza central de la raza humana y el dirigente de la columna del progreso. No exagero cuando digo que todos los ejércitos que han marchado, todas las flotas navales que se han construido, todos los parlamentos que han existido y todos los reyes que han reinado, puestos juntos, no han afectado la vida del hombre sobre la tierra de manera tan poderosa como lo ha hecho aquella vida solitaria.
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