NACÍ EN LA CIUDAD de Jammu, en el norte de la India. Era el menor de cinco hermanos de una familia musulmana de buena situación económica. Mi padre servía como mayor en el Ejército. Observaba las leyes del islam, pero con cierta diferencia de los demás, tenía una inclinación hacia el misticismo, hacia un conocimiento interno de Alá, ya que era un sufi.
Cuando yo tenía cinco años nos trasladamos a Zafarwal, un pueblo antiguo en el Punjab, cerca de la frontera entre Jammu y Kashmir. El director de mi escuela también era un sufi, pero algunos de mis compañeros eran cristianos. En el pueblo había una congregación cristiana con un pastor llamado Ibrahim, que se había convertido del islam.
Siendo niño, me había impresionado la devoción de una mujer evangélica que siempre estaba hablando a la gente acerca de Jesús y su amor. Yo podía ver que para ella su fe era todo.
A la edad de nueve años, regresé a Jammu a estudiar en la secundaria, donde prevalecía una atmósfera muy distinta, ya que la mayoría de los maestros eran hinduistas. En la escuela me fue bastante bien, pero a los trece años me aburrí y decidí huir de ella, para ingresar en la Fuerza Aérea de la India. Me tocó cumplir el servicio en la frontera con Birmania.
Los días posteriores a la guerra fueron muy difíciles para mí. Cuando niño, había sido simpatizante del Movimiento por la Independencia Nacional, e incluso habían sospechado que yo pertenecía a una organización sediciosa. Mi posición en la Fuerza Aérea se hizo insostenible, y finalmente fui dado de baja. Regresé a la casa de mi madre y hermanos en Jammu, donde me dijeron que mi padre había muerto recientemente.
En ese tiempo, el país estaba en efervescencia ante la perspectiva de su próxima independencia, mientras que se desarrollaba, además, un amargo conflicto entre musulmanes, por un lado, e hindúes y sikhs, por el otro.
Las emociones llegaron a desbordarse y desde las mezquitas del Punjab se proclamó una jihad (guerra santa) en defensa del islam.
Yo también me metí de lleno en el conflicto, participando en las fuerzas musulmanas de liberación. Resulté ser un soldado eficiente y enérgico, y recuerdo con vergüenza cómo, junto con otros, quemaba pueblos y a veces mataba a personas indefensas o las obligaba a adoptar el islam. En ocasiones, mi conciencia me golpeaba duramente, como por ejemplo, cuando encontré a un grupo de soldados abusando sexualmente de una muchacha hindú. Me sentí más y más deprimido, pues yo había sido criado en un mundo bueno donde la gente sencilla se amaba y tenía todo lo que necesitaba.
Una vez me encontré con dos prisioneros cristianos de edad madura y les pregunté:
—¿Por qué no se hacen musulmanes?
Ellos no me respondieron pero una niña de doce años que los acompañaba exclamó:
—¡No podemos!
Yo repliqué:
—¡Entonces, tendrán que atenerse a las consecuencias!
—¡Sí! —me respondió—, pero Aquél en quien hemos creído ha dicho que estaría con nosotros hasta el fin del mundo.
Los tres se arrodillaron y oraron a Jesucristo. Cuando se pusieron de pie, yo les pedí perdón.
—Te perdonamos en el nombre de Jesús —me respondieron.
Me sentí impulsado no sólo a liberarlos, sino también a compartir con ellos algunas de las cosas que habíamos tomado de otros.
En otra ocasión, habíamos incendiado un pueblo y estábamos esperando para matar a la gente a medida que salía huyendo. Repentinamente, una anciana corrió hacia mi con un niño pequeño en sus brazos, lo dejó caer a mis pies y me gritó:
—¡Mátelo! Su religión lo manda a matar a la gente, y su dios sólo está contento cuando los ve asesinar. Pero recuerde bien esto: ¡Dios jamás se complace cuando matan la obra de sus manos!
Miré al niño que sollozaba atemorizado a mis pies, me sentí anonadado, y por algunos minutos no pude hablar. Me dio asco lo que estaba haciendo. Suavemente, le dije a la mujer:
—Lléveselo, y yo le prometo delante de Dios que estas manos mías, jamás volverán a matar a nadie en nombre de la religión.
Me di cuenta, por fin, de lo pecador que era y me pregunté cómo podría perdonarme Dios por haber matado a tantas personas inocentes.
Me envolvió un manto de oscuro terror. Mis creencias y prácticas islámicas se fueron desvaneciendo de la mente y reconocí que era un agnóstico. Presenté mi renuncia al ejército y me permitieron retirarme con la condición de que lo hiciera disimuladamente, sin decirle a nadie la causa.
Pero, ¿adónde iría? ¿Qué haría? Quise orar, mas el temor se apoderó de mi corazón al pensar cómo sería caer en las manos de un Dios iracundo. En mis amigos y hermanos no encontré ayuda alguna cuando les conté que había perdido la fe en el islam. Disgustado por esto, decidí dejar a mis hermanos y a mi madre.
Una noche llegué a la estación ferroviaria de Kamaliya. Mi corazón ardía con un profundo pero insatisfecho anhelo de conocer a Dios. En la sala de espera, a medianoche, le abrí mi corazón en oración. Mientras oraba, me pareció escuchar una voz que decía: «Bástate mi gracia», y sentí que se me iban toda la tristeza y la depresión. Repetí una y otra vez esas palabras en voz alta, hasta que entró un barrendero cristiano que me escuchó y me dijo que yo estaba citando a San Pablo (2 Corintios 12.9).
No muy lejos había un pueblo cristiano. Fui allá para visitar al pastor y decirle que quería seguir a Cristo. Me envió con una nota al pueblo de Gojra, a unos quince kilómetros donde había un centro importante de la iglesia anglicana. Era una tarde calurosa, y cuando llegué al lugar el encargado me escuchó atentamente mientras yo le narraba mis experiencias y mi búsqueda espiritual.
Para que se interesara en mí y me tuviera lástima, le mentí diciendo que mi esposa había muerto repentinamente. El me recibió cariñosamente y me dijo que me podía quedar allí por algunas semanas, hasta que estuviera bien seguro de mi decisión de ser bautizado, y que ellos también estuvieran seguros de mi sinceridad. Me dieron un cuartito con una cama, y empecé a estudiar sistemáticamente la Biblia. Encontré amistad y apoyo en un guarda nocturno llamado Buta Masih, un hombre de una fe sencilla pero real. Diariamente orábamos y leíamos juntos el Nuevo Testamento. Una noche, cuando el encargado estaba sentado en su cama antes de acostarse, le recordé lo que le había contado con respecto a la muerte de mi esposa, y confesé: «¡Eso no es cierto, y ahora que he conocido al Señor no puedo seguir con una mentira!»
Mi sinceridad lo conmovió, y juntos dimos gracias a Dios por haber obrado así en mi corazón.
Más tarde, asistí a la Primera Convención Cristiana de Gojra. Encontré que las charlas eran muy edificantes, pero para mí, el momento culminante fue cuando me paré frente a una numerosa congregación, proclamé mi fe en Jesucristo y fui bautizado. Hasta allí, me había llamado Ghulam Rasul (siervo del apóstol Mahoma), pero desde entonces, me convertí en Ghulam Masih (siervo de Jesucristo).
Poco tiempo después, mis hermanos vinieron a buscarme, diciéndome que mi madre estaba enferma. Al llegar a casa, la encontré con buena salud, pero muy disgustada por mi conversión al cristianismo.
Mis familiares llamaron a algunos maestros islámicos para que discutieran conmigo. Sin embargo, no me impresionaron, y se fueron profiriendo amenazas y palabras hostiles. Mis hermanos me golpearon duramente y me encerraron por varios días sin comida en una habitación. Al ver que mi fe me fortalecía, se maravillaron de mi paciencia en el sufrimiento. Aproveché su asombro para explicarles: «Soy un hombre nuevo. El viejo Ghulam ya murió. Tengo un nuevo comportamiento y una nueva actitud frente a la vida».
Sentí que estaba en peligro, pero recordé las palabras de aquel gran cristiano del Punjab llamado Sundar Singh, que dijo: «Es fácil morir por Cristo, pero difícil vivir para él. La muerte requiere una o dos horas, pero vivir para el Señor Jesús significa morir diariamente».
Pronto sentí el llamado para salir a predicar, así que me convertí en evangelista itinerante. Visitaba a cristianos de todas las denominaciones y predicaba dondequiera que los ministros de Dios me lo permitían. En Zafarwal proclamé mi fe mediante una marcha de testimonio delante de quienes me habían conocido cuando niño.
Después fui a Sindi y aprendí el lenguaje sindi. Asistí a un campamento anual en el cual los médicos cristianos ofrecen tratamiento oftalmológico a miles de pacientes. Luego se me pidió que trabajara con el pueblo hindú de los kuli. Al principio, no me aceptaron y me obligaron a acampar debajo de un árbol, fuera del pueblo. Pero entonces Dios, por medio de la imposición de mis manos y la oración, sanó a algunas personas, lo cual condujo a que me recibieran cálidamente.
Más adelante fui enviado al Seminario Teológico de Gujranwala, a fin de capacitarme para el ministerio cristiano. Luego, en Karachi, compartí dos veces las vacaciones con un grupo de enfermeras. Una de ellas era una joven del Punjab llamada Daisy. Venía de un hogar cristiano, pero era orgullosa y satisfecha de sí misma. Por medio de mis palabras, el Señor penetró su armadura de orgullo y ella se arrepintió y entregó al Señor. Esto nos unió, y grande fue mi gozo cuando sus padres accedieron a arreglar nuestra boda. Desde ese tiempo, ella ha sido para mí una maravillosa ayuda y fuente de fortaleza. Después de nuestro casamiento, tomé el nombre de Naamán, aquel general sirio de la Biblia que, por la fe de una joven sirviente, fue sanado de lepra a través del profeta Eliseo. Lo hice porque el testimonio de las mujeres cristianas ha significado mucho en mi vida.
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